sábado, 18 de octubre de 2014

Tres dinosaurios en el trineo (interludio expositivo)

Ciencia y aventura
La expedición del Discovery había sido organizada conjunta y muy disputadamente por dos asociaciones científicas inglesas, la Royal Society y la Royal Geographical Society (RGS en adelante), cuyas diferencias cabe suponer que no serían muy grandes, en vista de los nombres.
La Royal Society, fiel a una historia en la que habían participado por igual matemáticos, biólogos e inventores, había fijado originalmente una serie muy amplia de objetivos científicos (recogida y estudio de especímenes, análisis de la meteorología y la dinámica del hielo, establecimiento de una historia geológica, etc.), a través de los cuales pretendía estudiar en profundidad y caracterizar  las zonas de la Antártida ya conocidas, en torno a la isla de Ross. Por su parte, la RGS, con su presidente Clements Markham al frente, presionó para centrar la expedición en la exploración geográfica del continente, que por entonces era todavía un vacío en los mapas, terra incognita, hic sunt dracones.
La divergencia parece pequeña, pero es buen ejemplo del difícil equilibrio entre ciencia y aventura, entre ciencia y espectáculo: establecer como objetivo un récord de furthest South, o incluso la conquista del Polo, atraería el interés y aseguraría la financiación; pero se necesitaba también una razón legitimadora como el avance de la ciencia, el bien común.
Este conflicto se reproduce constantemente en la exploración moderna, desde que cristianizar salvajes dejó de ser una excusa admisible para lanzarse al mar. La carrera espacial(1), por ejemplo, fue un choque geopolítico de ciervos de catorce puntas que estuvo pavimentado por descubrimientos y avances tecnológicos; Thor Heyerdahl navegó en la Kon-Tiki para probar que era posible que la Polinesia hubiese sido colonizada desde América, y su viaje fue al mismo tiempo una aventura prodigiosa y un experimento científico relativamente inútil.
Estirándolo un poco más, se me ocurre que el eco de la expedición Discovery puede que llegue incluso a la inauguración del Mundial de Brasil(2). Y en el fondo es el mismo dilema que enfrentan los divulgadores o periodistas científicos, e incluso yo, modestamente: hacer artículos atractivos e interesantes, listas de 8 experimentos científicos que harán que creas en fantasmas escritas en párrafos cortos y llenos de fotografías, o bien dejarme llevar y contar todo lo que he aprendido sobre un tema que me apasiona, con notas al pie y párrafos inabordables, escribiendo entusiasmado incluso a riesgo de estar estropeando la historia.
Uno navega por esa línea como buenamente puede, haciendo dolorosas concesiones(3). De igual modo, los científicos de la Royal Society acabaron por reconocer que para hacer experimentos en la Antártida necesitarían a alguien que los llevase hasta allí, que fuese capaz de establecer un campamento, y en general que pudiese cargar pesos. Así que el comité conjunto de organización, después de nombrar jefe de la expedición al geólogo John W. Gregory, contrató por recomendación de Markham a un capitán de la Royal Navy llamado Robert Scott, al que le dieron el mando de un buque y unas instrucciones bastante condescendientes: "(T)he Captain would be instructed to give such assistance as required in dredging, tow-netting etc., to place boats where required at the disposal of the scientific staff."
Scott resultó ser un hombre muy polémico, que aprovechó las malas relaciones entre la Royal Society y la RGS para exigir el control absouto de la expedición, tanto en el barco como en tierra. Provocó la dimisión de Gregory, quien se marcharía declarando que el trabajo científico no debería estar supeditado a una aventura naval; consiguió que el Almirantazgo liberase de sus funciones a otros oficiales de la Royal Navy para que lo arropasen; finalmente estableció el código naval en todos los expedicionarios, fuese cual fuese su origen.
De los 49 hombres que finalmente viajaron en el Discovery, solo cinco eran científicos. El médico de la expedición acababa de graduarse, y el zoólogo era un chaval de 22 años. Su teórico jefe, el sustituto de Gregory, se había quedado en Sudáfrica.
Curiosamente, fue en este menguado grupo rival en el que Scott encontró a su más cercano colaborador: el médico y zoólogo Edward Wilson, un hombre paciente, optimista y diplomático, que se ganó su respeto por su buena relación con todos los oficiales y marineros.
Scott se había reservado para sí el proyecto más importante de la expedición, un viaje en dirección Sur durante el verano de 1902. Necesitaría uno o dos compañeros, y todos los miembros de la expedición deseaban aquellos puestos; podían llegar a conquistar el Polo Sur. Pero el elegido fue finalmente Wilson.
Este tuvo muchas dudas, porque viajar con Scott supondría dejar de lado sus labores de zoología; pero consideraba que la oferta era un honor que no podía rechazar, una muestra de amistad y respeto, así que finalmente aceptó.
Unos días después, una partida de exploradores fueron enviados bajo el mando del teniente Skelton a recuperar del cabo Crozier una baliza abandonada allí unos meses antes. Mientras rodeaban cabo por su ladera Sur hicieron un descubrimiento asombroso.
Solo un miembro de la expedición Discovery era capaz de entender la relevancia científica del hallazgo. Un hombre que vería aquel descubrimiento como una oportunidad única en su carrera, una posibilidad de pasar a la historia, y se pasaría diez años lamentándose de que le hubiese pillado caminando hacia el Sur con Scott, lanzado a la aventura.

 
REFERENCIAS
"El peor viaje del mundo" de Apsley Cherry-Garrard

(1) Muchos participantes en la carrera al Everest, sin embargo, esquivaron hasta donde sé la tentación de autojustificarse apelando vagamente al bien común. Se suele decir que George Mallory, por ejemplo, declaró que pretendía subir a la montaña simplemente "because it is there". Que esa frase sea una simplificación casi ridícula de lo que realmente escribió es otro asunto, claro.
(2) El saque inicial del Mundial fue realizado por un chico parapléjico que empleaba un exoesqueleto controlado por su  mente. Por participar en esta maniobra publicitaria, el doctor Miguel Nicolelis recibió financiación pública para su proyecto de investigación; por otra parte, su objetivo inicial era emplear una técnica muy avanzada (implantes cerebrales para controlar el exoesqueleto), pero las prisas lo obligaron a resignarse a otra (un gorro de electrodos) que ya se había utilizado muchas veces.
 (3) El lector curioso, si lo hubiese, puede consultar la versión en gallego del texto, en la que aprovecho para narrar con más pena que gloria la preciosa historia de la ISEE-3 y para insistir en la importancia de no crear mitologías completas alrededor de hechos aislados que los doten de significados espurios, mientras utilizo una expedición científica como ejemplo de la lucha de los medios por formar, informar y entreneter.

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