sábado, 24 de marzo de 2012

La mesita de mi bisabuelo

A lo largo de las décadas, mi familia ha conservado muy pocos muebles viejos en la casa; apenas el armario de mi habitación, un tocador con espejo, una mesa auxiliar y una butaca con un brazo roto, que mis padres usan de galán de noche. Es algo de lo que mi madre habla a veces con bastante pena, porque recuerda muebles antiguos que mi abuela dejó pudrir o regaló a los gitanos, y los siente como trozos perdidos de su infancia.
La mesita, que tiene unos ochenta años, está todavía en buen estado, aunque le falta uno de los pies del trípode que la sostendría. Nunca supe cómo había acabado así, sólo la recuerdo coja y arrumbada en alguna esquina del garaje, y me acostumbré a ella hasta pensar que aquel era su sitio y aquella su naturaleza, ser un trozo cojo de otra época sin función en la actualidad.
Por eso me sorprendió encontrarme en el desván el pie que le faltaba y darme cuenta de que, después de todo, arreglarla era un asunto meramente práctico, sin melancolía e incluso bastante sencillo.
Me puse a la labor como si fuera un hombre de acción, armado de martillo y clavos y también de un bote de cola, porque no tenía claro qué debía utilizar. Resultó que la pata quedaba demasiado holgada, la solapa saliente del pie era más pequeña que la ranura con la que debía machihembrar. Me extrañó, pero no me paré a pensarlo: yo era un hombre con una misión y no me iba a dejar vencer, cuando todo lo que necesitaba era encontrar una cuña de madera para rellenar el hueco.
Buscándola por el garaje, me crucé con mi madre y le comenté de pasada que no podía parar, que estaba en una misión y que la pata de la mesita no encajaba. Me contestó que nunca lo había hecho, porque era la mesa de mi bisabuelo.
Y con esto —qué poco se necesita— me desvié de la misión, porque no entendía a qué se refería. Al preguntárselo, respondió sin mucha concreción que era "donde hacía sus espectáculos". Y tardó todavía un rato en contarme la historia del bisabuelo.
Le llamaban O Cochero porque era el chófer del rico del pueblo, un indiano que se había vuelto de Cuba y se había hecho un caserón al lado de la ría.
El hombre había hecho fortuna de médico, pero le apasionaban los fenómenos paranormales. Muy convenientemente, mi bisabuelo era capaz de hablar con los muertos. De vez en cuando, para impresionar a las visitas, el patrón le pedía que les preparase una demostración, y entonces subían los huéspedes al salón, donde él había colocado sobre la mesa un mantel que la cubría hasta el suelo, y encima de éste una especie de tabla de ouija, y algunos vasos con agua o velas.
Se sentaba a la mesa, haciendo que los participantes formasen un círculo alrededor; después empezaba el espectáculo, citaba a los muertos y estos le respondían y pasaba lo que se supone que tiene que pasar en estas circunstancias y poco a poco la situación iba haciéndose más intensa (imagino que pondría los ojos en blanco, gritaría, qué sé yo) hasta que, en el momento oportuno, le pegaba una pequeña patada a un pedal que se encontraba disimulado al lado de uno de los pies y entonces el tablero de la mesa vibraba, haciendo que el agua se vertiese o las velas temblasen, y los huéspedes se alejaban asustados.
Luego pasó el suficiente tiempo para que las cosas se estropeasen, se murió mi bisabuelo y el mecanismo del pedal se acabó soltando, dejando la pata suelta. A mi bisabuela le daba vergüenza contar esas historias de su difunto marido, y creo que su vergüenza percoló a través de mis abuelos y mi madre y fue lo que hizo que nadie en la familia se decidiese a arreglar la mesita. Sospecho incluso que alguien, tal vez mi abuela, se ocupó de desperdigar las piezas para que quedase por siempre coja.
Pero ahora sólo falta encontrar una cuña de madera que encaje bien en el hueco para rehabilitarla. Y la estoy buscando, que conste; o tal vez debería hacerla, cortarla con el hacha. Aunque me pregunto si el pedal no estará todavía en alguna esquina del desván.

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