sábado, 24 de marzo de 2012

El armario de mi habitación (... y II)

Fui vaciando los cajones del armario sobre una sábana vieja en el suelo: al cabo de un tiempo se acumulaban en ella varios cromos sueltos de la liga del 76, una colección de postales de mi tía C., el soporte roto de un crucifijo, algunos mecheros de propaganda y una gran cantidad de esa suciedad indefinida que se acumula en las casas viejas, que no es ni polvo ni serrín sino una mezcla de todo, es tiempo sedimentado, misterio y suciedad.
También las trenzas de pelo de mis tías, que estuve a punto de tirar pero acabó llevándose mi madrina para hacerse unas extensiones, cuando vino a por su vestido de novia. Y también, finalmente, un triángulo de cartón del tamaño de una cuartilla.
Tiene escritas con lápiz a lo largo de dos de sus lados las letras del alfabeto, y en el tercero los números del uno al diez; en el centro, las palabras "Sí" y "No" y en los vértices, "Cuerpo", "Mente" y "Espíritu".
Creo que es la ouija de mi bisabuelo.

Insomnio en pareja

Una de esas noches de insomnio y calor y cada vez que me muevo hago ruido y descoloco algo que no seré capaz de colocar fácilmente luego sin hacer más ruido, así que debería estarme quietecito.
Y la puñetera mesa tiene un tablero circular y luego una columna —la llamo columna pero sé que es un pie, estoy convencido con mi cerrazón de madrugada de que la única palabra de todo el diccionario que sirve para referirse a columna cilíndrica que sujeta el tablero circular de una mesa no es pata ni pila sino pie, pero tengo que llamarle columna porque el puto pie acaba en tres tacos triangulares, tres piezas que de nuevo no son tres patas distintas, sino que es un trípode, con lo que el pie se convierte en tres, es uno y trino. Y yo lo único que hago es tropezarme una y otra vez con los pies; incapaz de evitarlos, como mi padre jugando al fútbol.
Solía jugar todas las semanas con sus compañeros de trabajo, que siempre eran recién licenciados que acababan de llegar a la empresa y ya estaban a punto de irse; mi padre llevaba quince años jugando el partido de los jueves y bromeaba con el otro viejo que quedaba. "A los veinte eres un gato. Corres —eso más o menos seguimos haciéndolo—, pero además giras, regateas, y sabes a dónde vas, porque a los veinte eres capaz de levantar la vista... A los cuarenta y pico corres mirando el balón y esperando que nada se te cruce por delante, eres como un elefante en estampida".
Y se me pasan por la cabeza ideas e imágenes como flashes deslumbrantes, como bombas de luz, y con la inercia de la carrera no puedo sentir otra cosa que la urgencia de escribirlo y de hacer algo, pero ya no sirve de nada, porque si soy capaz de pensar en escribir es que ya ha pasado, si todavía estuviese allí no vería nada, sólo el humo, sólo luz blanca.
Tendría simplemente que cerrar los ojos y dejarme aplastar pero no soy capaz de no intentarlo, así que hago ruido y me levanto y hago ruido y enciendo el ordenador y hago ruido y pienso que seguro que tengo algún texto a medio escribir al que le vendría bien mi energía nerviosa y desordenada de elefante en estampida, si consiguiese domarla.
De alguna manera que no recuerdo porque he llegado corriendo sin levantar la vista, me encuentro delante de un documento con aquella historia que quise contar en cualquier otro momento sobre una mesita de mi bisabuelo, por ejemplo, y lo intento aunque no me siento capaz de hablar de ebanistería.
Y encima nunca llego a la parte de mi bisabuelo haciendo la ouija para su patrón y aunque llegue no merecerá la pena, serán sólo palabras colocadas una tras otra formando frases y párrafos sin flashes deslumbrantes y habré malgastado otra vez toda mi energía en buscar un sinónimo de pie y en cuestiones teológicas.
Lo que pasa es que llegados a un determinado punto ya no se trata de decir nada en concreto y ni siquiera de que las metáforas tengan sentido, sino de sacar palabras, de sacar presión y hacer sitio, y que lo que se quede dentro sea el problema de otras noches.

El límite de mi capacidad como escritor

Camino por una calle cualquiera. Comienza a anochecer y la luz del sol, que está muy bajo, me da directamente en la cara, así que compongo un gesto que parece una sonrisa, entrecerrando los ojos. Pero no es un gesto que parece una sonrisa, ya empiezo, es ese gesto en concreto: achino los ojos, levanto los pómulos, ese gesto, frunzo ligeramente el ceño.
Camino cruzándome con sombras a contraluz, sin cara ni sexo; cuando son grupos apenas consigo distinguir un bulto de otro. Lo curioso es que el sol brilla en su contorno, y se refleja en su pelo… No lo explico bien, otra vez: son personas, no sé si había quedado claro, me voy cruzando con personas que no consigo distinguir porque las veo a contraluz y el sol me molesta en los ojos así que para mí son sombras; pero de todas ellas, sean lo que sean en realidad (mujeres u hombres, bajos, ancianos...) surgen cabellos sueltos que, al sol que les da de refilón, brillan perfilados, yo qué sé, como un aura. Es bonito y es también muy poco importante.
Me pasa constantemente, me enredo en explicaciones de algo que sólo me importó a mí, sólo en un preciso momento. Son explicaciones liosas, mal escritas, nunca sé como frenarme para darle coherencia a todo lo que se me ocurre, no sé si frases largas o cortas, si escribir adjetivos o no... Ahora mismo, por ejemplo, me pregunto si la frase anterior está bien escrita, si es o no literatura; y además me rondan la cabeza tres o cuatro ideas sueltas que no consigo enlazar: que el primer párrafo no está bien escrito, no sólo no es literariamente bonito sino que ni siquiera es una buena descripción, nadie entenderá a qué me refiero… pero en último término no quería describir la situación (camino por tal acera, la calle tiene tantos carriles y en determinado momento pasa un coche), si no que quería que vieses lo que vi, sólo unos cabellos brillando al sol y movidos ligeramente por el viento, sin que importe mucho todo lo demás. Lo que era bonito era la situación, no el intento de reproducirla, así que todo lo que escriba es un gasto inútil de palabras, y sí, claro que una foto hubiese estado mejor, pero de todas formas tú no estabas allí y no sabes que hacía una brisa que refrescaba lo justo, y que estaba volviendo a casa así que estaba de buen humor, y que me encanta caminar por la ciudad… y aunque hubieses estado, tú no eres como yo, ¿sabes?
Finalmente, lo que me gustaría es que tú fueses yo, para así poder compartir contigo (es decir, conmigo mismo) esa alegría poco importante que me sobrevino un día cualquiera en una calle cualquiera, y luego no fui capaz de expresar porque cualquier calle va más allá del límite de mi capacidad como escritor

La mesita de mi bisabuelo

A lo largo de las décadas, mi familia ha conservado muy pocos muebles viejos en la casa; apenas el armario de mi habitación, un tocador con espejo, una mesa auxiliar y una butaca con un brazo roto, que mis padres usan de galán de noche. Es algo de lo que mi madre habla a veces con bastante pena, porque recuerda muebles antiguos que mi abuela dejó pudrir o regaló a los gitanos, y los siente como trozos perdidos de su infancia.
La mesita, que tiene unos ochenta años, está todavía en buen estado, aunque le falta uno de los pies del trípode que la sostendría. Nunca supe cómo había acabado así, sólo la recuerdo coja y arrumbada en alguna esquina del garaje, y me acostumbré a ella hasta pensar que aquel era su sitio y aquella su naturaleza, ser un trozo cojo de otra época sin función en la actualidad.
Por eso me sorprendió encontrarme en el desván el pie que le faltaba y darme cuenta de que, después de todo, arreglarla era un asunto meramente práctico, sin melancolía e incluso bastante sencillo.
Me puse a la labor como si fuera un hombre de acción, armado de martillo y clavos y también de un bote de cola, porque no tenía claro qué debía utilizar. Resultó que la pata quedaba demasiado holgada, la solapa saliente del pie era más pequeña que la ranura con la que debía machihembrar. Me extrañó, pero no me paré a pensarlo: yo era un hombre con una misión y no me iba a dejar vencer, cuando todo lo que necesitaba era encontrar una cuña de madera para rellenar el hueco.
Buscándola por el garaje, me crucé con mi madre y le comenté de pasada que no podía parar, que estaba en una misión y que la pata de la mesita no encajaba. Me contestó que nunca lo había hecho, porque era la mesa de mi bisabuelo.
Y con esto —qué poco se necesita— me desvié de la misión, porque no entendía a qué se refería. Al preguntárselo, respondió sin mucha concreción que era "donde hacía sus espectáculos". Y tardó todavía un rato en contarme la historia del bisabuelo.
Le llamaban O Cochero porque era el chófer del rico del pueblo, un indiano que se había vuelto de Cuba y se había hecho un caserón al lado de la ría.
El hombre había hecho fortuna de médico, pero le apasionaban los fenómenos paranormales. Muy convenientemente, mi bisabuelo era capaz de hablar con los muertos. De vez en cuando, para impresionar a las visitas, el patrón le pedía que les preparase una demostración, y entonces subían los huéspedes al salón, donde él había colocado sobre la mesa un mantel que la cubría hasta el suelo, y encima de éste una especie de tabla de ouija, y algunos vasos con agua o velas.
Se sentaba a la mesa, haciendo que los participantes formasen un círculo alrededor; después empezaba el espectáculo, citaba a los muertos y estos le respondían y pasaba lo que se supone que tiene que pasar en estas circunstancias y poco a poco la situación iba haciéndose más intensa (imagino que pondría los ojos en blanco, gritaría, qué sé yo) hasta que, en el momento oportuno, le pegaba una pequeña patada a un pedal que se encontraba disimulado al lado de uno de los pies y entonces el tablero de la mesa vibraba, haciendo que el agua se vertiese o las velas temblasen, y los huéspedes se alejaban asustados.
Luego pasó el suficiente tiempo para que las cosas se estropeasen, se murió mi bisabuelo y el mecanismo del pedal se acabó soltando, dejando la pata suelta. A mi bisabuela le daba vergüenza contar esas historias de su difunto marido, y creo que su vergüenza percoló a través de mis abuelos y mi madre y fue lo que hizo que nadie en la familia se decidiese a arreglar la mesita. Sospecho incluso que alguien, tal vez mi abuela, se ocupó de desperdigar las piezas para que quedase por siempre coja.
Pero ahora sólo falta encontrar una cuña de madera que encaje bien en el hueco para rehabilitarla. Y la estoy buscando, que conste; o tal vez debería hacerla, cortarla con el hacha. Aunque me pregunto si el pedal no estará todavía en alguna esquina del desván.

domingo, 18 de marzo de 2012

La Dama de Shanghai en Astorga

"Once, off the hump of Brazil I saw the ocean so darkened with blood it was black, and the sun fainting away over the lip of the sky. We'd put in at Fortaleza, and a few of us had lines out for a bit of idle fishing. It was me who had the first strike. A shark it was. Then there was another, and another shark again, 'til all about the sea was made of sharks and more sharks still, and no water at all. My shark had torn himself from the hook, and the scent, or maybe the stain it was, and him bleeding his life away drove the rest of them mad. Then the beasts turn to eating each other. In their frenzy, they ate at themselves. You could feel the lust of murder like a wind stinging your eyes, and you could smell the death, reeking up out of the sea. I never saw anything worse... until this little picnic tonight. And you know, there wasn't one of them sharks in the whole crazy pack that survived."
Arthur Bannister suda, tirado en una hamaca. También lo hace su abogado, George Grisby, que está sentado junto a las botellas de bebida y las cubiteras con hielo, preparando cócteles. Bannister está ya borracho y juega a ser un borracho brutalmente honesto: "A George le encanta tener a Michael cerca, querida", le dice a su esposa Elsa (Rita Hayworth), tumbada en un butacón a su lado. "Es tan grande y tan fuerte... pero está preocupado de que pueda estar enamorándose de ti, y de que eso me haga infeliz".
"Eres un estúpido, George, deberías darte cuenta de que no me importa que Michael se enamore de mi esposa. Él es joven, ella es joven; él es fuerte, ella hermosa..."
Está muerto de celos y hurgando gratuitamente en la herida, está revolcándose sudoroso en su barro y disfrutando mezquinamente de la situación. Bannister es poderoso y puede hacerles sufrir sin que se atrevan a llevarle la contraria: George está histriónicamente molesto, pero continúa mezclando cócteles; Elsa lo ignora fríamente desde su butacón.
El silencio es pastoso y oscuro como la sangre de los tiburones, pero no es suficiente para Bannister. Quiere pelea, puñetazos, quiere abochornar a los criados y regodearse en lo bajo que ha caído; manda llamar a Michael O'Hara (Orson Welles), el amante de su mujer. Trata de provocarlo para que lo ataque, pero O'Hara lo desprecia y dice, dirigéndose a los tres a la vez: "¿Así es como se divierten, todo el día sentados, insultándose los unos a los otros?".
Y hasta aquí parecería que se ha equivocado, pero después les cuenta la historia de los tiburones que se devoran entre ellos simplemente porque está en su naturaleza y no tienen la capacidad de parar; de la misma forma, Bannister no puede escapar a sus celos y a su crueldad y los otros no pueden huir de él. Todos están atrapados y sudan y beben incapaces de respirar.
Recuerdo esa escena de "La dama de Shanghai" mientras veo en "El Desencanto" a los hermanos Panero jugando a ser gratuitamente crueles y brutalmente honestos.
Como Bannister, los Panero son víctimas y verdugos, y se lanzan dentelladas cómplices para asustar a los espectadores mientras su madre los contempla desde un butacón, qué otra cosa podría hacer, atrapada como Elsa, aparentando frialdad mientras los mordiscos la desangran.