miércoles, 13 de abril de 2011

Leve desvelo

Cuando le pides a alguien que se defina a sí mismo (por ejemplo, en una entrevista de trabajo), una de las primeras cosas que te contestará es que es una persona simpática. Luego vendrán otras: será también responsable, amante de la lectura y los viajes, y etc. Es la respuesta protocolaria, todos la conocen y nadie le da la menor importancia.
La cuestión es que se han proclamado simpáticos, entre otras cosas porque es lo que se dice, pero si se lo han planteado un poco más a fondo les habrá cruzado la cabeza un recuerdo fugaz y borroso de gente riendo sus chistes, de esa sensación de satisfacción cuando tienes una ocurrencia, y habrán decidido al instante que sí, que son simpáticos, probablemente sin darse cuenta de que les gusta el humor que tienen, porque es el que les hace gracia, y viceversa; y tienen ese humor porque es el que les gusta a sus amigos, que lo son entre otras cosas porque comparten su mismo humor.
Reconozco que el párrafo me ha quedado embrollado, pero estoy escribiendo con prisas y no he sabido hacerlo mejor: tuve que perseguirlo a la carrera, tropezándome, mientras se me escapaba una y otra vez trazando espirales que iban y venían y se alejaron para volver de nuevo, ahora mismo, al punto de origen, al hecho fundamental del asunto, que es una verdad tautológica, un cogito ergo sum, sota caballo y rey: que todo el mundo se resulta simpático a sí mismo, que soy simpático porque pienso, soy simpático porque existo. Es una perogrullada, ¿no?
No lo he leído en ningún sitio, pero parece cierto. Parece una verdad. Pero no sé qué hacer con ella. Es decir, aparte de escribirla aquí.
Es curioso, no hace ni dos semanas Lucía me preguntó por qué escribo, y no supe qué contestarle (es decir, le dije que no lo sabía, que no tenía ninguna razón buena para hacerlo); y ahora, tras almacenar en la cabeza durante años esta idea o intuición de idea, le estoy dando sin querer la mejor contestación que podía haberle dado.  Estoy sentado frente al ordenador improvisando este texto a salto de mata (y mira que he tenido años para meditarlo), Lucía, sin ninguna razón buena para hacerlo, porque son las tres de la mañana y todo es extremadamente urgente.
Porque tengo la idea o la intuición de la idea de que necesito escribirlo, porque no lo he leído en ningún sitio, y puede que no se le haya ocurrido a nadie. Y necesito darme prisa en escribirlo antes de que sea mentira, antes de darme cuenta de que me equivoco; o antes de darle tantas vueltas que la idea se acabe secando. Tengo que escribirla para dejarla quieta y fija y ponerme a pensar en cualquier otra cosa y finalmente dormir.
Porque no hace más que ir y venir, y el caso es que a lo mejor exagero, a lo mejor me esté dejando llevar por una idea atractiva, pero tengo la intuición de que hay algo que no me cabe en la cabeza y que tiene que ver con esto.
Por ejemplo, ¿soy realmente inteligente, o sólo tan inteligente como soy capaz de cuantificar? Desde luego, conozco a gente más inteligente que yo, aunque no sé cuánto más y creo que no mucho. ¿Acaso en realidad el problema es que no entiendo inteligencias mayores a la mía?
Me viene a la cabeza (fugaz y borrosamente) una teoría que dice que no se produce empatía entre gente cuyo coeficiente intelectual difiere en un 5%, o en 5 puntos o algo así. Es lo mismo, ¿no? Soy tan inteligente como mis amigos porque mis amigos son tan inteligentes como yo. Otra vez, me resulto inteligente a mí mismo, soy inteligente porque existo.
A estas alturas, incluso yo que estoy en el medio de la vorágine, me doy cuenta de que me he dejado seducir por la idea, y me he alejado a millas de donde había empezado. Lo cual supongo que está bien, porque escribo desde el principio sin saber a dónde voy a llegar, escapando de algo mientras estallan en el cielo fuegos artificiales, como arañas azules entre las estrellas & etc.

No hay comentarios: