miércoles, 9 de noviembre de 2011

Neva

Os copos de neve son demasiado pequenos para caer a peso, así que van dun lado a outro movidos polo capricho do vento. Levados aquí e aló por cortas ráfagas que os arrastran bruscamente, semella sen embargo que son eles quenes remolonean no aire para non chegaren ó chan e cando acaban caendo disólvense sen remedio, mollando o patio.
A poucos, sen embargo, vai desaparecendo o color verde deste, vai aclarándose, e ás once e vintecinco, cando ó sonar o timbre do recreo para de nevar e aparece lonxe no ceo moi brillante o sol, ilumínase un marabilloso tapiz fino e branco xusto antes da tormenta de nenos que xa saen das clases, ás miñas costas, e baixan correndo cara á saída do patio.
Un paso, dous pasos, tres pasos. A neve é esponxosa, seguro que cruxirá, e ten unha, dúas, tres marcas verdes con forma de bota. O neno sigue andando, e detrás veñen máis, cada vez máis, que corren deixando pisadas, unhas encima doutras, facendo desaparecer baixo os seus pés a neve.
Agárrana coas mans núas e alborozadamente tíranse bólas. A delicada capa que lograra callar está desaparecendo rabuñada do chan por pequenas mans de nenos, disolvéndose co sol e converténdose en auga sobre xeo, ensuciándose polas botas. Hai nenos correndo dun lado a outro, esvarando no xeo, empuxándose, berrando… agachados, algúns recollen montonciños de xeo marrón medio derretido que lles ensucia as mans, e que se lles escorre pola manga adentro.
Temo non ser capaz de explica-la situación: son hordas, son manchas movéndose en tódalas direccións seguindo algún tipo de orde oculto que non descifro dende aquí, coma as formigas en desbandada ó tirarlle unha pedra ó formigueiro, como estorninos no ceo, debuxando formas.
Algún tipo de animal, en todo caso… Dáme pena non poder explicalo, que non sexades capaces de ver como eu vexo o estoupido violento das bolas de neve sucia contra os seus abrigos, que non oiades como eu oio o rumor sordo que compoñen tódalas súas uñas rascando contra o chan, as puntas dos dedos roxas e insensibles.
Vexo a un deles resbalar e caer, coma unha presa fácil, unha gacela. E aínda que se levanta dun pulo e sen darse conta de nada, a súa nariz está a sangrar, un regueiro roxo que cae limpamente dende a súa cara ó infinito e sobre o chan. Cando se decata quédase parado no medio e medio do formigueiro, inclina a súa cabeza cara atrás e así espera a que pare a hemorraxia, respirando pola boca, moi forte e moi seguido, soltando bocanadas de vapor hacia arriba cada vez que o fai…
Cando sona o timbre de final do recreo, mentres todos se van do patio, o sol apágase tras deles como as luces dun espectáculo acabado, e a escena escurécese. A única neve que queda branca está nas sombrías esquinas do patio, cubrindo bolsas vellas de patacas ou paquetes baleiros de tabaco. A imaxe prodúceme a sensación do fin dalgún tipo de experiencia catártica.
Despois comeza a nevar de novo na clase de Bioloxía, maxia, pequenas folerpas de neve brancas caen de novo bailando valses para min ó outro lado da ventá, optimistas, tapando a mancha de sangue do patio como si nada tivera pasado.

sábado, 23 de abril de 2011

El armario de mi habitación (I...)

Mi habitación en la casa de la aldea estaba amueblada de sobras y restos. Tengo la sensación de que crecí inesperadamente y la cuna se me quedó pequeña, y tuvieron que armarme una habitación infantil a toda prisa.
Me pusieron una cama de matrimonio que había venido de casa de mi tío, y con cinco años podía nadar dentro de ella durante horas sin llegar a los bordes, podría haberme echado a bucear bajo las mantas y nadie me hubiese encontrado nunca. También una estantería llena de patos de porcelana, postales de santos y un crucifijo roto de latón, y una mesilla con las escrituras de la casa en el cajón; pintaron las paredes de azul celeste, visteron la cama con un edredón del Depor, me colocaron sobre él coronando el pastel, y se quedaron satisfechos pese a que nada tenía sentido.
Lo único que no había venido de otra habitación era un armario de roble, enorme y oscuro, tan pesado que el día que lo trajeron a casa fueron necesarios cinco hombres para ponerlo en su sitio, y echó raíces y llevaba allí décadas, viendo sucederse en su habitación generaciones de mi familia hasta llegar a mí, y aún después resistiría el futuro de la humanidad desde la misma habitación.
Mi madre no me dejaba curiosear dentro del armario. Estaba lleno de mantas pesadas que acumulaban polvo año tras año, y de cosas sucias y trastos viejos, y de arañas y cucarachas, incluso es posible que alguna rata hubiese entrado en él haciendo un agujero en el tablón del fondo y ahora reinase en sus rincones oscuros. Un día mi prima me contó que mis tías se habían cortado una trenza cada una y las habían escondido dentro del armario, antes incluso de que mi madre naciese.
Misterio y suciedad, esas eran las sensaciones. No sé si tenía realmente miedo o jugaba a tenerlo, pero finalmente poco importaba: convivía con el armario tocándolo lo menos posible; si necesitaba coger algo de él, una camiseta vieja por ejemplo, abría la puerta cuanto podía para que entrasen bien a luz y el aire, agarraba la camiseta lo más rápido posible con la piel de gallina en el brazo, y cerraba bruscamente. En las noches de verano se oían crujidos y yo tenía la sensación de que era la madera del suelo rompiéndose bajo el peso del armario, de que podría caérseme encima y tragarme, de que podría abrir un agujero en el suelo por el que se volcaría la cama conmigo dentro. Se oían crujidos y yo pensaba en una rata mordiendo la madera hasta abrir un pasadizo por el que bajar al suelo y meterse en mi cama enorme cuyas fronteras desconocía. Misterio y suciedad.
Y ahora hemos vuelto a la casa después de años, a hablar cara a cara con nuestros recuerdos. Mi madre me puso en la mano un bote de limpiamuebles, un par de guantes de látex y un trapo hecho con una camiseta vieja y, con tan poca armadura, me mandó a enfrentarme contra él.
Saqué de los estantes todas las mantas, todas las sábanas y los edredones; y recuperé el vestido de novia y los zapatos de mi madrina, y los metí en una bolsa para devolvérselos; tiré mucha ropa de cuando era niño, y desmonté los cajones de sus raíles y los volqué sobre una sábana extendida en el suelo y los aparté a un lado, y después vacié también el enorme arcón que le sirve de fondo, que estaba lleno de ropa de cama y mantas.
El armario se quedó por fin vacío, la madera desnuda. ¿Habéis leído ese cuento de Quim Monzó? En el que acaba picando las paredes, tirando los tabiques, arrancándose la piel... Yo quería hacer algo así, no detenerme en la superficie. Desmonté las baldas, levanté el tablón que tapa el arcón y luego saqué el arcón entero. Incluso desarmé una puerta, lo habría partido con un hacha para pegarlo después de haber podido, lo habría quemado para moldearlo de nuevo con sus cenizas.
Pero sólo tenía el bote de limpiamuebles, los guantes de látex y la camiseta vieja, así que me conformé con limpiar lo mejor que pude: pasar el trapo húmedo bien por todas las esquinas, sacudir el polvo y el serrín y después ir a por una escoba y barrer el suelo.
Para cuando hube acabado estaba ya anocheciendo. Antes de irme vi el último rayo de sol reflejarse en el suelo bajo el armazón vacío del armario. Me sentí más o menos satisfecho. Tendré que conformarme con eso.

viernes, 15 de abril de 2011

Normas de mi padre para la vida

Creo que mi padre tenía una manera precisa de hablar cuando pretendía darme grandes consejos trascendentales, en mis años jóvenes y más vulnerables. Tengo en la memoria una imagen suya con la mirada fija y el ceño fruncido, agarrándome la mano o el hombro, llamándome condescendientemente con un diminutivo y hablando en frases cortas, con una sospechosa música épica sonando de fondo.
De esa forma, me legó cinco o seis normas que llevo guardadas desde pequeño como una herencia familiar y tengo siempre presentes aunque no esté del todo de acuerdo con ellas o ni siquiera las entienda. Una es: "Noeíño, non presumas da túa ignorancia". Otra, "Un home non chora si non lle morreu naide". Otra más, "Todo nada é".
Esta última por cierto es realmente una herencia, porque a él se la enseñó su padre, probablemente mirándolo severo y llamándole condescendientemente con un diminutivo; y es una frase muy rara para un labrador de Barreiros, extrañamente poética, pero con el tiempo me he acostumbrado a ella.
Funciona bien porque no quiere decir nada en concreto y se adapta a muchos casos: no me cuentes excusas, no llores si no te ha muerto nadie ni te apenes mucho con las derrotas del Dépor, no te alegres demasiado con las notas de los exámenes ni te cabrees con los políticos.
He hablado alguna vez de momentos siameses, que recuerdo unidos aunque que no se produjeron a la vez, y ahora que sólo existen en mi memoria ya sólo existen unidos. A., por ejemplo, me pregunta si conozco de algo a Tom Waits mientras me hace cosquillas en la oreja al colocarme días después un auricular para que escuche "All the world is green".
El caso es que al tiempo que esas tres grandes normas para la vida me es inevitable recordar también, exactamente a la vez, al mismo nivel y con igual reverencia, otras dos que mi padre cometió la imprudencia de darme  siguiendo la misma liturgia de la mirada fija, las frases cortas, la mano en el hombro.
Una de ellas es que al teléfono se habla sólo lo necesario, y en esta época de tarifas planas todavía siento un cosquilleo en el cuello cuando llevo más de cinco minutos de llamada; la otra, que el pan se corta en la mano y no contra la mesa.

miércoles, 13 de abril de 2011

Leve desvelo

Cuando le pides a alguien que se defina a sí mismo (por ejemplo, en una entrevista de trabajo), una de las primeras cosas que te contestará es que es una persona simpática. Luego vendrán otras: será también responsable, amante de la lectura y los viajes, y etc. Es la respuesta protocolaria, todos la conocen y nadie le da la menor importancia.
La cuestión es que se han proclamado simpáticos, entre otras cosas porque es lo que se dice, pero si se lo han planteado un poco más a fondo les habrá cruzado la cabeza un recuerdo fugaz y borroso de gente riendo sus chistes, de esa sensación de satisfacción cuando tienes una ocurrencia, y habrán decidido al instante que sí, que son simpáticos, probablemente sin darse cuenta de que les gusta el humor que tienen, porque es el que les hace gracia, y viceversa; y tienen ese humor porque es el que les gusta a sus amigos, que lo son entre otras cosas porque comparten su mismo humor.
Reconozco que el párrafo me ha quedado embrollado, pero estoy escribiendo con prisas y no he sabido hacerlo mejor: tuve que perseguirlo a la carrera, tropezándome, mientras se me escapaba una y otra vez trazando espirales que iban y venían y se alejaron para volver de nuevo, ahora mismo, al punto de origen, al hecho fundamental del asunto, que es una verdad tautológica, un cogito ergo sum, sota caballo y rey: que todo el mundo se resulta simpático a sí mismo, que soy simpático porque pienso, soy simpático porque existo. Es una perogrullada, ¿no?
No lo he leído en ningún sitio, pero parece cierto. Parece una verdad. Pero no sé qué hacer con ella. Es decir, aparte de escribirla aquí.
Es curioso, no hace ni dos semanas Lucía me preguntó por qué escribo, y no supe qué contestarle (es decir, le dije que no lo sabía, que no tenía ninguna razón buena para hacerlo); y ahora, tras almacenar en la cabeza durante años esta idea o intuición de idea, le estoy dando sin querer la mejor contestación que podía haberle dado.  Estoy sentado frente al ordenador improvisando este texto a salto de mata (y mira que he tenido años para meditarlo), Lucía, sin ninguna razón buena para hacerlo, porque son las tres de la mañana y todo es extremadamente urgente.
Porque tengo la idea o la intuición de la idea de que necesito escribirlo, porque no lo he leído en ningún sitio, y puede que no se le haya ocurrido a nadie. Y necesito darme prisa en escribirlo antes de que sea mentira, antes de darme cuenta de que me equivoco; o antes de darle tantas vueltas que la idea se acabe secando. Tengo que escribirla para dejarla quieta y fija y ponerme a pensar en cualquier otra cosa y finalmente dormir.
Porque no hace más que ir y venir, y el caso es que a lo mejor exagero, a lo mejor me esté dejando llevar por una idea atractiva, pero tengo la intuición de que hay algo que no me cabe en la cabeza y que tiene que ver con esto.
Por ejemplo, ¿soy realmente inteligente, o sólo tan inteligente como soy capaz de cuantificar? Desde luego, conozco a gente más inteligente que yo, aunque no sé cuánto más y creo que no mucho. ¿Acaso en realidad el problema es que no entiendo inteligencias mayores a la mía?
Me viene a la cabeza (fugaz y borrosamente) una teoría que dice que no se produce empatía entre gente cuyo coeficiente intelectual difiere en un 5%, o en 5 puntos o algo así. Es lo mismo, ¿no? Soy tan inteligente como mis amigos porque mis amigos son tan inteligentes como yo. Otra vez, me resulto inteligente a mí mismo, soy inteligente porque existo.
A estas alturas, incluso yo que estoy en el medio de la vorágine, me doy cuenta de que me he dejado seducir por la idea, y me he alejado a millas de donde había empezado. Lo cual supongo que está bien, porque escribo desde el principio sin saber a dónde voy a llegar, escapando de algo mientras estallan en el cielo fuegos artificiales, como arañas azules entre las estrellas & etc.

lunes, 4 de abril de 2011

Fragmento de "El peor viaje del mundo", de Apsley Cherry-Garrard

"Y le diré una cosa: Si tiene usted el deseo de saber y el poder para hacerlo realidad, vaya y explore. Si es usted un hombre valiente, no hará nada; si es un hombre miedoso, es posible que haga mucho, pues sólo los cobardes tienen la necesidad de demostrar su valor. Hay quien le dirá que está chiflado, y casi todo el mundo le preguntará: "¿Para qué?". Y es que somos una nación de tenderos, y ningún tendero está dispuesto a cuestionarse una investigación que no le prometa un rendimiento económico antes de un año. Así que viajará usted prácticamente solo con su trineo, pero quienes le acompañen no serán tenderos, y eso tiene gran valor. Si hace usted su correspondiente Viaje de Invierno, obtendrá su recompensa., siempre y cuando lo único que desee sea un huevo de pingüino."